Por: Ferrán P. Vilar (Mientras Tanto)
El texto que sigue corresponde a un artículo escrito por amable
invitación de la revista Mientras Tanto, al que he añadido algunas
ilustraciones. Recomiendo además la lectura de los demás artículos del ejemplar, dedicado
a ‘Los límites del crecimiento: Crisis Energética y Cambio Climático’, a cargo
de Antonio Turiel, Roberto Bermejo, Hermann Scheer y Richard Heinberg
Cuando pronuncio conferencias sobre cambio climático siempre comienzo
señalando que nos encontramos frente a un tema maldito. Es maldito por las
limitaciones físicas, atávicas, psicológicas y culturales que nos impiden, no
tanto la comprensión de sus mecanismos, sino la propia percepción del problema
(
1). Es maldito por la gran cantidad de malentendidos que
residen incluso en personas con cierto conocimiento de los orígenes, dinámica y
eventuales respuestas a la cuestión.
Es maldito porque las únicas respuestas con
alguna verosimilitud de eficacia significan un cambio tan sustancial en el
status quo que requerirían, previamente, incluso una reconsideración de
los valores fundacionales de nuestra civilización. Finalmente, en un vano
intento de autojustificación, me refiero a
la maldición del
conferenciante. Desde luego una parte de los oyentes escuchará de mí
aseveraciones que no quiere oír, pero que debe conocer. Pero otra, la
ecologista, puede levantar también, frente a algunas de mis afirmaciones, sus
defensas intelectuales. Ambos serán movidos por la emoción antes que por la
razón. Al final, mis conclusiones serán (probablemente) apreciadas, pero
afirmaciones tan extraordinarias habrían requerido fundamentaciones
extraordinarias por lo que, inexorablemente, no tendré bastante con el tiempo
que los organizadores me han adjudicado a pesar de mis denodados esfuerzos de
síntesis. Confío que la longitud que me han otorgado para este texto y la
posibilidad de incluir referencias permita salvar este inconveniente, siquiera
de forma parcial.
Me propongo aquí mostrar la incorrección de las siguientes afirmaciones:
1. Es posible estabilizar el clima a las condiciones actuales e incluso
revertir la perturbación causada hasta ahora en tiempo útil
2. Para reducir la magnitud de la crisis climática basta con la reducción de
las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI)
3. La reducción del empleo de combustibles fósiles supondría una disminución de
la temperatura media de la Tierra
El comportamiento sistémico
Estamos programados culturalmente para suponer linealidad en los fenómenos. A
doble causa corresponde doble efecto. A doble unidad de tiempo se producirá una
respuesta doble si la perturbación se mantiene constante. Una de las primeras
cosas que aprendemos en nuestra infancia es la tabla de multiplicar, paradigma
de la proporcionalidad. Sin embargo, tanto los fenómenos de la naturaleza como
los sociales, y desde luego la interacción entre ambos, tienen carácter
sistémico y, por tanto, evolucionan exponencialmente.
Un sistema contiene, de forma general, lazos de retroalimentación. En ellos,
el efecto resultante (respuesta) de una causa (perturbación del sistema) produce
a su vez una variación en la intensidad de la propia causa que la produce, de
tal forma que el efecto bien resulta atenuado (denominada retroalimentación
negativa, porque resta), bien aumentado (retroalimentación
positiva, porque suma). Esta sola característica está en el origen de la
forma exponencial, o sea no proporcional, de la evolución de la respuesta a la
perturbación. Se ha demostrado que somos muy torpes al evaluar las respuestas
exponenciales más simples y, en particular, somos especialmente insensibles al
exponente (
2).
También sabemos que en el sistema climático de la Tierra
predominan de forma abrumadora los lazos de retroalimentación positiva, en los
que el efecto amplifica la causa
[1]. Además, un
sistema contiene, de forma general, retardos, lo que significa que puede
transcurrir un lapso de tiempo entre la aparición de la perturbación y la
manifestación de la respuesta.
En el caso del sistema climático, la perturbación son los gases de efecto
invernadero (GEI), notablemente el dióxido de carbono, y la respuesta se suele
medir en términos de temperatura media de la Tierra. La figura adjunta muestra
la evolución exponencial de esta respuesta: la inclinación es mayor cuanto más
cercano en el tiempo es el intervalo considerado (
3).
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Evolución de la temperatura desde mediados del siglo XIX. Los puntos negros
son los valores de temperatura, y las líneas coloreadas son aproximaciones
lineales calculadas en tres intervalos distintos que terminan en la actualidad.
Se observa como, cuanto más cercano es el intervalo, mayor es su pendiente, lo
que está en consonancia con la evolución exponencial. Fuente: IPCC, 2007.
Por su parte, el retardo tiene lugar debido a la presencia de los océanos y
de las masas de hielo, cuya elevada inercia térmica ejerce una función de
moderación, aunque sólo temporal. Se estima que la temperatura actual
corresponde a la composición de la atmósfera de hace entre 5 y 50 años (
4), aunque
algunos autores declaran un retardo incluso superior. En consecuencia, los
impactos más severos del cambio climático serán experimentados por las personas
hoy más jóvenes y por quienes todavía no han nacido, todas ellas con limitadas o
nulas posibilidades de defender sus derechos. Así, éstos, junto a las de las
personas que vayan a vivir durante los siglos y milenios venideros, resultan
depender exclusivamente de nuestras decisiones del presente (y del pasado). Este
hecho, inédito en la historia a este nivel de magnitud, plantea enormes retos
desde un punto de vista estrictamente ético.
Equilibrio, estabilidad
y sistemas de control
Un sistema puede tener uno o varios estados de equilibrio (o ninguno). En esa
situación, el sistema se mantiene estable medido en sus
variables de
estado. Por ejemplo, distintas combinaciones de concentración de GEI,
temperatura, nivel del mar y cantidad de vapor de agua en la atmósfera pueden
suponer estados de equilibrio distintos. Pero es importante tener en cuenta que
no todos los estados de equilibrio que uno pueda imaginar son posibles, lo que
puede demostrarse matemáticamente de forma inequívoca.
Por su parte, cada estado de equilibrio tiene su
margen de
estabilidad, a saber, la cantidad de perturbación que puede soportar
alrededor del estado de equilibrio en cuestión. Dentro del margen de
estabilidad, el sistema acabará volviendo al estado de equilibrio si cesa la
perturbación, o fijado en un valor algo distinto al de equilibrio, pero
alrededor de él. Pero si esa perturbación es superior al margen de estabilidad,
el sistema,
autónomamente, cambiará de estado de equilibrio, adquiriendo
vida propia durante el régimen transitorio de paso de un estado a otro.
En la analogía del Titanic, un estado de equilibrio es el navío a flote antes
del impacto contra el iceberg, y otro estado de equilibrio es el navío en el
fondo del mar. No hay estados de equilibrio intermedios.
La
analogía con el Titanic permite además evidenciar el
comportamiento exponencial. Una vez desestabilizado, el navío comienza a capotar
de una forma que, al principio, parece proporcional al tiempo. Sin embargo, el
hundimiento se va acelerando hasta que se hunde por completo con gran rapidez.
Junto a la lentitud del fenómeno climático, que no estamos atávicamente
programados para percibir como amenazante, el hecho de que los comportamientos
exponenciales sean casi proporcionales en sus inicios dificulta enormemente la
percepción de la magnitud del problema por parte del público.
Una de las principales dificultades del
pensamiento sistémico es la
definición de los contornos del sistema. De forma general, cuanto más se amplía
el ámbito en el que ocurren los sucesos, se advierte la participación de un
mayor número de variables. Siguiendo con la analogía, en el ‘sistema Titanic’ el
umbral de estabilidad, según señaló el ingeniero jefe, era la inundación de
cuatro camarotes. Con cuatro camarotes se podía resistir, estableciendo un
sistema de control que, por ejemplo, contuviera la entrada de agua
mediante compuertas u organizando un comando que la achicara a medida que el
agua iba embarcando. Pero se inundaron cinco, lo que le llevó a predecir el
hundimiento subsiguiente en términos de
certeza matemática (
5). Pero si
en lugar de considerar el navío aisladamente tomamos en consideración el sistema
navío + océano + iceberg, conviene darse cuenta de que, incluso antes del
momento en que la tripulación advirtiera el peligro, es posible afirmar que el
Titanic, dada su velocidad, estructura y sistema de control, se iba a hundir
irremediablemente. De alguna forma,
ya estaba hundido. La superación de
los umbrales de estabilidad suele tener lugar de forma totalmente
silenciosa.
No es posible, hoy por hoy, afirmar categóricamente que el umbral de
estabilidad del sistema climático de la Tierra haya sido ya superado. Tampoco es
posible afirmar lo contrario. Como veremos más adelante, es incluso arriesgado
afirmar que el planeta se haya encontrado en un estado de equilibrio climático,
inherente al sistema, durante los últimos 10.000 años, aunque bien es cierto que
sus parámetros se han mantenido notablemente estables. De haberse perdido esta
estabilidad, a lo único que podemos aspirar es a analizar la viabilidad de
diseñar e implementar un
sistema de control que mantenga constante algún
parámetro, por ejemplo la temperatura media. Pero hay que hacerlo
a
tiempo.
Emisiones, concentración e interacciones
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El
pensamiento sistémico requiere de una adecuada comprensión de la diferencia
entre flujos y acumulaciones, conceptos que muy a menudo se confunden. Incluso
personas del mayor nivel intelectual reflexionan erróneamente violando, por
ejemplo, el principio de la conservación de la masa. En un conocido ensayo
realizado a estudiantes y doctores del Massachussets Institute of Technology,
particularizado al ámbito climático, se confirmó un buen número de estudios
anteriores realizados sobre personas altamente cualificadas, incluyendo
responsables de grandes empresas. En ellos se puso de manifiesto la dificultad
de la mayoría de ellas para analizar correctamente el funcionamiento del sistema
climático en sus aspectos más elementales cuando se solicitaba una reflexión
cualitativa y no se les permitía emplear las herramientas analíticas y
matemáticas convencionales (
6). Así, el comportamiento de la mayoría de las personas
analizadas llevaba a deducir que éstas creían que, mientras las emisiones
siguieran aumentando, el cambio climático empeoraría pero que, si las emisiones
dejaran de crecer, el clima se estabilizaría.
Cuando se les permitía hacer uso de un simulador con el que analizar las
consecuencias de sus acciones, los que eran capaces de establecer estrategias
correctas de contención sólo lo hacían cuando estaban muy cerca del límite de
tiempo disponible (
7). Se
evidenció así la dificultad de percibir los tiempos de retardo de los sistemas
en general, y del climático en particular y, con ello, la baja probabilidad de
realizar acciones correctivas con anticipación, cuando su coste es inferior. De
modo que en la realidad, dados los inevitables márgenes de incertidumbre en el
caso climático, la probabilidad de creerse erróneamente a tiempo de actuar es,
pues, significativa.
Lo que perturba el sistema climático no son las emisiones, sino la
concentración resultante de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera.
Es preciso tener en cuenta que, por su parte, la Tierra absorbe, tanto en los
océanos como en la biosfera, una parte de las emisiones antropogénicas. La
absorción de GEI por parte de la Tierra supone alrededor de la mitad de las
emisiones, si bien su capacidad de ser sumidero disminuye con la concentración y
algunos subsistemas pasan a ser emisores netos a partir de cierto nivel de
temperatura. Ya hoy en día, algunas zonas del mar Báltico se han convertido en
emisoras
netas de dióxido de carbono (
8). Las prácticas agrícolas actuales constituyen también una
fuente neta de emisiones de GEI, en particular óxidos de nitrógeno.
A este respecto se suele utilizar como ilustración la analogía de la bañera.
Supongamos un recipiente con el desagüe abierto y también el grifo. Si el caudal
de salida del grifo es superior a la capacidad de desagüe, el nivel de la bañera
aumentará. Es posible reducir el caudal del grifo pero, mientras el caudal de
desagüe siga siendo inferior al del grifo, el nivel de agua de la bañera seguirá
aumentando.
En el sistema climático, el flujo son las emisiones y el acumulador es la
atmósfera, que medimos en forma de concentración de GEI. Medimos las primeras en
términos de gigatoneladas de CO2 al año, y la segunda en partes por millón en
volumen (ppmv). Para ‘estabilizar’ la concentración de GEI a un valor
determinado (pero no el clima, dados los retardos) sería preciso emitir gases a
la atmósfera al mismo ritmo al que la Tierra es capaz de absorberlos. Sólo por
debajo de este valor de emisiones la concentración podría comenzar a disminuir,
salvo que algún subsistema terrestre se haya convertido ya en emisor neto lo
que, por otra parte, está previsto que suceda en los años 2020 (
9).
En este punto conviene distinguir entre los distintos GEI. A diferencia de
casi todos los demás gases (metano, ozono troposférico, óxidos de nitrógeno,
algunos CFC y HFC, etc), el CO2 remanente tiene un tiempo de residencia en la
atmósfera que se mide en decenas de miles de años
[2] (
10). Este
hecho está en la base de la
irreversibilidad del cambio climático (
11), y nos
informa de que, a todo lo que podemos aspirar, es a intentar frenar el proceso
en curso.
La estrechez del margen disponible
Por este motivo, para tener alguna posibilidad de evitar la superación del
umbral de estabilidad del sistema, medido en términos de aumentos permanentes e
intolerables del nivel del mar durante siglos que cambiarían radicalmente
la faz del planeta – umbral estimado hoy en alrededor de 1,0 ºC (
12) en
términos de temperatura media relativa al promedio de la era
preindustrial
[3] - la reducción de las emisiones
de CO2 debe de ser
absolutamente drástica. Se estima que, en 2050,
debería haber sido reducida, como mínimo (
13), a
una décima parte de las actuales. Esto conseguiría estabilizar la
concentración de CO2 en la atmósfera. Para ello sería necesaria una reducción
del 6% anual, empezando
no más tarde de 2013 (
12).
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Izquierda: Evolución del CO2 atmosférico si las emisiones se reducen al 6%
anual comenzando en 2012 y se produce una reforestación que consigue retirar 100
GtC de la atmósfera, en el período 2031-2080. Se observa que la reducción al
valor necesario apenas se produce antes de 2150; Derecha:
Evolución del CO2
atmosférico si las emisiones continúan BAU y se produce una reducción del 5%
anual comenzando en 2020, 2030, 2045 y 2060.
Dado que es posible comparar el empleo de energía con el producto interior
bruto podemos estimar que, de no producirse una sustitución masiva y rápida de
los combustibles fósiles por sistemas alternativos de generación de la misma
energía
útil, este requerimiento equivaldría a una reducción necesaria
del PIB mundial del mismo orden de magnitud. Supongamos un 5% si se consigue
mejorar la denominada
intensidad de carbono en la producción energética
que, por lo demás, actualmente está aumentando debido a un empeoramiento de la
eficiencia energética (
14) y a una
contribución creciente del carbón en el
mix eléctrico. Este es el valor
que se considera como límite por debajo del cual lo que resulta severamente
afectado es la estabilidad del sistema social.
En este sentido se menciona la
unión de las Alemanias anteriores al fin de la guerra fría, que supuso, tras la
reunificación, una reducción de este orden de magnitud – si bien sus impactos
sociales resultaron amortiguados por encontrarse en un entorno de fuerte
crecimiento económico internacional (
15). Esta
situación debería tener lugar de forma planificada a lo largo de 40 años
consecutivos,
a nivel mundial[4]. Cómo se
distribuya el esfuerzo resulta ser un problema ético y político, pero no
físico.
Es cierto que las energías alternativas pueden contribuir a mitigar este
impacto, pero sus características intrínsecas (intermitencia, baja tasa de
retorno energética) generan dudas muy razonables sobre su capacidad para aportar
una sustitución efectiva alrededor de los niveles actuales (
16). En la
improbable hipótesis de que fuera posible un despliegue masivo sin violar las
leyes de la termodinámica se generarían problemas de escala y de interferencia
que, o bien invalidarían el optimismo tecnológico inicial, o bien crearían
nuevos problemas cuya solución no se vislumbra a día
de hoy (
17,18,19).
Esta necesaria reducción de emisiones, sin embargo, no sería suficiente para
mantener una perturbación del sistema climático dentro de límites tolerables. La
concentración actual de CO2 en la atmósfera, superior ahora a los 390 ppmv, ha
rebasado el nivel de 350 ppmv que, hoy por hoy, se considera como límite máximo
(
20). Es
posible que, si el rebasamiento presente no dura
demasiado, los retardos
del sistema permitan que la energía acumulada no llegue a aumentar lo suficiente
como para iniciar la fusión (y derrumbamiento)
imparable de las grandes
masas de hielo del planeta. De ser así, el nivel del mar llegaría a superar en
75 metros (!) al actual (
21), cosa
que se iría produciendo durante siglos de aumento permanente. Se darían además
episodios súbitos difíciles de anticipar, por lo menos con los conocimientos del
presente y los del futuro previsible.
Para evitarlo es imprescindible retirar de la atmósfera el exceso de carbono
actual. Contrastadas ventajas e inconvenientes de las distintas opciones, el
mismo trabajo de referencia liderado por James Hansen
[5] que señala la necesidad de reducir las emisiones al
6% anual con carácter inmediato apuesta por la reforestación masiva,
reforestando
todo lo deforestado en los últimos 150 años, así como
cambiar las insostenibles prácticas agrícolas actuales y convertir esta
actividad en un sumidero de carbono. También se estima necesario al empleo de
plantas de generación de energía eléctrica a base de biocombustibles (sólo a
partir de residuos agrícolas o forestales), pero
necesariamente con
secuestro geológico del CO2 resultado de su combustión
[6]. Este trabajo está firmado por 14 eminencias
científicas de todo el mundo
[7].
Otra de las características de un sistema retroalimentado es la emergencia de
comportamientos contra-intuitivos.
El cielo no es lo que era
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El
pacto de Fauto. Los humanos han gozado de los frutos de la revolución industrial
y han evitado al mismo tiempo un gran coste en cambio climático mediante el
efecto enfriador de los aerosoles del carbón. El pago se produce cuando la
humanidad se da cuenta de que resulta intolerable el crecimiento exponencial de
la contaminación atmosférica que sería necesario para una contínua mitigación
del calentamiento debido a los gases de efecto invernadero
Uno de los malentendidos más flagrantes del problema climático se refiere a
la creencia de que la reducción del empleo de combustibles fósiles, y en
particular la reducción o eliminación de las centrales térmicas generadoras de
energía eléctrica a base de carbón, supondría una disminución de la temperatura
media de la Tierra y contribuiría, así, a mitigar la crisis climática.
Ciertamente, la clausura de las centrales térmicas de carbón y gas natural
supondría una reducción muy sustancial de las emisiones de CO2 a la atmósfera.
Sin embargo, la mayoría de centrales térmicas emiten otros gases, resultado de
las impurezas del carbón y de la combustión incompleta. Entre éstos se
encuentran, de forma destacada, los compuestos de azufre. Éstos, al combinarse
con el vapor de agua, forman el ácido sulfúrico de la conocida lluvia ácida, y
generan micropartículas sólidas (aerosoles).
Este tipo de aerosoles tiene una propiedad singular en relación a los demás
gases y partículas con los que contaminamos la atmósfera reguladora del clima.
No sólo no añaden efecto invernadero sino que, por el contrario, reflejan parte
de la luz del sol hacia el espacio. Así, la irradiación solar promedio que hoy
alcanza la superficie de la Tierra es significativamente inferior a la que
recibiríamos de no existir estas centrales de carbón. Es lo que se conoce como
el efecto de ‘oscurecimiento global’ que, en algunas zonas de la Tierra (EE.UU.)
ha llegado a suponer una disminución del 10% en la radiación solar (
22), si
bien este efecto ha sido mitigado en las dos últimas décadas pero, en cambio, se
prevé que pueda volver a aumentar a corto plazo (
23). De no
existir este efecto de apantallamiento se estima que la temperatura media de la
Tierra sería, ya hoy, sensiblemente superior a la actual, con consecuencias
dramáticas.
El hecho de que el azufre causante de la lluvia ácida y distintos problemas
de salud sea a su vez un protector térmico constituye una de las ironías del
sistema climático, una especie de
pacto de Fausto. Si bien la temperatura
ha ido creciendo desde los inicios de la revolución industrial, en los 30 años
posteriores a la segunda guerra mundial el crecimiento térmico se detuvo, para
reiniciarse a finales de los 70 con nuevos bríos. El motivo no fue otro que
inicio del crecimiento económico exponencial, que requirió del despliegue
generalizado de miles de plantas térmicas de generación de energía a base de
carbón. Éstas, que iban aumentaron la concentración de CO2 en la atmósfera,
producían a su vez grandes cantidades de aerosoles de azufre, hasta el punto de
compensar el forzamiento de los GEI, que actúan con menor inmediatez. En los
años 70, como resultado de la alarma ciudadana respecto a la lluvia ácida,
muchos países establecieron una normativa por la cual las empresas eléctricas se
vieron obligadas a filtrar el azufre. Esto produjo una reducción sensible del
efecto de apantallamiento y, como resultado, la temperatura reinició su
aumento.
En los Estados Unidos la normativa se aplicó únicamente a las centrales
nuevas, con lo que todavía muchas centrales siguen emitiendo azufre y
apantallando el planeta, si bien su efecto de compensación ya no alcanza a
neutralizar el efecto del CO2. Pero en la mayoría de los países del mundo, y
desde luego los de industrialización reciente, esta normativa es, todavía hoy,
inexistente, o bien no se aplica.
La importancia de este fenómeno reside en el hecho de que el carbón debería
ser el primero de la lista a la hora de reducir el consumo de combustibles
fósiles. Esto es así debido a que, por unidad de energía producida, la cantidad
de emisiones de CO2 generadas por la combustión de carbón es casi el doble del
caso en que esa misma cantidad de energía se obtiene a partir de la combustión
del metano (gas natural)
[8]. En este sentido es
importante saber que, si bien el CO2 se mantiene en la atmósfera de forma
virtualmente indefinida ejerciendo su efecto invernadero, la vida media de estos
aerosoles troposféricos es de sólo unos pocos días, pasados los cuales han
decaído a la superficie. Si su concentración atmosférica sigue aumentando es
solo debido a la producción continuada y creciente de electricidad,
principalmente en las centrales de carbón sin protección. Ocurre entonces que,
de clausurarse éstas (o incorporar protección), la temperatura, en lugar de
disminuir como podría suponerse, en realidad aumentaría a medida que fuera
desapareciendo el efecto de apantallamiento.
Ciclistas a 100 km de Pekín (Getty Images)
Cuál fuera a ser el incremento de temperatura resultante sin la presencia de
estos aerosoles reflectantes es algo sobre lo que la comunidad científica no ha
dicho todavía la última palabra. El campo específico de los aerosoles, dada su
amplia variedad, su distinta intensidad y signo de forzamiento, la dificultad de
aislarlos para ser analizados separadamente, su mezcla con el polvo atmosférico
de origen natural y su intervención necesaria en la formación de la nubosidad,
resulta ser, en el marco del conjunto de la ciencia del clima, el que mayores
márgenes de incertidumbre atesora todavía. En todo caso está claro que todos los
aerosoles, salvo los de azufre y algunos nitratos en menor medida, añaden efecto
invernadero. En particular la carbonilla orgánica o mineral, cuyo origen se
encuentra en la actividad de cocción con leña en los países más tradicionales,
como la India, en los incendios forestales, espontáneos o producto de la
deforestación voluntaria, y en los motores diesel.
Con todo, en los distintos trabajos de investigación a este efecto de
apantallamiento se le responsabiliza de ocultar entre 0,9 ºC y 3,0 ºC (refs.
24 y
25
respectivamente). Además, la curva de probabilidades no es simétrica, sino que
está decantada hacia los valores superiores (
26). La
única forma de reducir este margen de incertidumbre consiste en efectuar
mediciones por satélite, pero los que están actualmente en servicio no están
preparados para la misión y los dos últimos satélites de observación climática,
el Orbiting Carbon Observatory y el Glory, dedicado este último al análisis de
los aerosoles de forma específica, por algún motivo no llegaron a alcanzar la
órbita prevista y yacen ahora en el fondo del mar.
¿Significa esto que el problema no tiene solución? Todavía no, pero lo
complica extraordinariamente. Una forma de compensar el enfriamiento producido
por los aerosoles al ir reduciendo la combustión de carbón sería reducir todavía
más el nivel de CO2 pero, si en 2050 las emisiones de este gas deben ser, como
máximo, un 10% de las actuales, y bajando, no nos queda margen. La única
alternativa es la reducción de los demás gases de efecto invernadero distintos
al CO2, así como del otro tipo de aerosoles, que añaden efecto invernadero.
Se da la circunstancia de que el efecto de calentamiento del conjunto de
todos esos otros gases resulta ser comparable al efecto de enfriamiento estimado
de los aerosoles (
27). De
modo que si, a medida que se van clausurando las centrales de carbón para
reducir el CO2, consiguiéramos una reducción paralela de las emisiones de todo
lo demás, ambas acciones podrían compensarse, siquiera parcialmente. Nos damos
cuenta de que este requerimiento necesario añade nuevos grados de dificultad a
la tarea ya hercúlea de reducir las emisiones de CO2 al nivel requerido,
constriñendo adicionalmente el espacio de salidas a la crisis climática. Además,
las interacciones entre esos gases complican más el panorama pues si, por
ejemplo, se produjera una reducción de emisiones de óxidos de nitrógeno,
aumentaría el calentamiento provocado por el metano y el ozono, con los que el
nitrógeno reacciona, resultando así parcialmente neutralizado el efecto de
reducción de esos otros GEI (
28).
Eficacia
de los comportamientos personales
Un malentendido similar, ampliamente generalizado, se refiere a los
comportamientos
personales. Creemos que por reducir nuestro consumo
energético contribuimos a evitar nuestra parte del calentamiento global. Esto es
así pero, en las circunstancias actuales de mercado
libre de los
combustibles fósiles, la disminución del consumo supone una reducción del precio
de estos materiales. Esta reducción permitirá el acceso a este tipo de energía a
quienes hasta entonces no tenían acceso al mismo, con lo que las emisiones que
yo no realice serán emitidas por otros. Así es la globalización.
No estoy diciendo que no se deba reducir el consumo de energía. Hay muchos
motivos para hacerlo, entre los que la equidad y el comportamiento ejemplar
ocupan lugares preferentes. Pero, a diferencia de la creencia general, estas
acciones no tiene impacto alguno en la cuestión climática mientras el precio de
los combustibles fósiles dependa de la demanda y el esfuerzo no sea generalizado
en (casi) todo el mundo. Si usted desea comportarse de forma climáticamente
responsable, hágase vegetariano. Una vida vegana durante 70 años evita la
emisión de 100 toneladas de CO2
equivalente (
29).
A este respecto, una posibilidad interesante que parece abrirse paso es la de
establecer un impuesto creciente al carbono, hasta llegar a unos 100-150
€/tonelada de CO2. La totalidad de la recaudación obtenida en cada país podría
ser repartida de forma equitativa entre la población lo cual, además de disuadir
del empleo de combustibles fósiles a nivel global y convertir en competitivas
otras fuentes de energía, permitiría una redistribución de riqueza en función de
la responsabilidad climática de cada individuo o grupo. Por su parte, los
mercados de carbono actuales de la Unión Europea, y el recientemente establecido
en Australia, no parecen cumplir con el objetivo declarado de reducir las
emisiones de forma efectiva, contrariamente a las
apariencias.
Contra-geoingeniería al rescate
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En estas
circunstancias, dada nuestra actual incapacidad para adaptarnos y funcionar en
el marco de los límites marcados por el sistema físico-biológico del planeta,
nos empeñamos, a mi entender inútilmente, en soluciones que promuevan la
situación inversa: que sea el planeta el que se adapte a nosotros. Desde luego,
la fe en la tecnología parece haber adquirido tintes de religión.
Así, se están desarrollando, algunas con cierto secretismo, investigaciones
en el reciente campo de la geoingeniería. Una de las que cuenta con mayor
predicamento consiste, precisamente, en rociar periódicamente la estratosfera
con compuestos de azufre, aprovechando así sus propiedades de contención del
calentamiento global y el mayor tiempo de residencia de los aerosoles a esa
altura.
La geoingeniería será reciente como disciplina científica, pero desde luego
llevamos siglos sometiendo el planeta a experimentos geofísicos no controlados,
entre los que el empleo de la atmósfera como inmenso vertedero de todo
subproducto que no sea sólido o líquido, y las alteraciones masivas en el uso de
la tierra (deforestación, fertilización artificial, entre otras) son sólo
algunos de los forzamientos globales más conocidos. Mejor sería denominar a
estas intervenciones planetarias con el término
contra-geoingeniería. En
definitiva, la solución de reducción inmediata de emisiones y reforestación
masiva que proponen los científicos liderados por James Hansen es una forma de
contra-goeingeniería. Podemos denominar
débil o
benigna a este
tipo de intervención planetaria, por contraposición a las contra-geoingenierías
fuertes (inyección de azufre en la estratosfera, fertilización marina,
espejos orbitales, etc.). Todos ellos no son otra cosa que distintos
sistemas
de control del clima de la Tierra
Hoy por hoy, a nadie en sus cabales se le debería ocurrir la utilización de
estas técnicas
fuertes. Sus inconvenientes superan, con mucho, a sus
eventuales ventajas, y no es previsible que se pueda llegar a evitar la
aparición de fenómenos inesperados de gran poder destructivo: con el clima
global no es posible realizar experimentos previos (
30).
Es interesante a este respecto conocer la hipótesis planteada a principios de
la pasada década por Walter Ruddiman, que va tomando cuerpo. Este investigador
sénior de la Universidad de Virgina se preguntó por los motivos de la
estabilidad climática de los últimos 10.000 años en las condiciones
preindustriales, desconocida en toda la historia geológica del planeta, también
en los interglaciales anteriores. Ha sido durante este período de estabilidad
climática cuando se han desarrollado todas las civilizaciones, lo que
difícilmente pudo producirse con anterioridad dados los cambios permanentes de
la temperatura y del régimen de lluvias, y las continuas variaciones del nivel
del mar, del orden de decenas de metros
[9][9].
Hacia un nuevo estado de equilibrio,
nada confortable
Uno de los estados de equilibrio de la Tierra parece ser la condición glacial
(
31).
Las perturbaciones cíclicas más significativas de la radiación solar que incide
sobre la Tierra (y de su distribución) son debidas a los cambios en la posición
relativa del planeta respecto al sol, que resultan reforzadas por los cambios
subsiguientes en las concentraciones de CO2 y metano por ellas inducidos. Este
forzamiento, en lo que podemos entender como un
fallo de regulación,
aparta temporalmente al planeta de esa condición de equilibrio, situación que
denominamos interglacial, en la que nos encontramos
[10][10]. Sin embargo, el sistema tiende de forma
natural hacia una nueva glaciación una vez restablecidas las condiciones
anteriores.
En esas estábamos cuando, al descubrir el fuego, y producirse una situación
de inseguridad alimentaria, nos dimos cuenta de que era más fácil cazar las
fieras incendiando el bosque y situándonos estratégicamente en su trayectoria de
huida que ir tras ellas de forma activa. Según Ruddiman, la emisión de gases de
efecto invernadero que esa combustión produjo habría detenido temporalmente el
proceso natural de re-enfriamiento, lo que permitió la sedentarización, la
adopción de la agricultura y, con ella, el aumento de la población. Este aumento
necesitó más campos de cultivo, lo que se conseguía a su vez incendiando más
bosques. Más adelante, hace unos 5000 años, los cultivos de arroz de la China,
con sus importantes emisiones de metano, un GEI mucho más potente que el CO2 a
efectos climáticos, siguieron manteniendo el clima en una situación estable.
Desde entonces no hemos cesado en la deforestación ni en los cultivos, lo cual
habría permitido mantener constante la temperatura media de la Tierra. Para
mantener este estado, el sistema climático habría sido controlado por la
humanidad de forma
totalmente inconsciente con solo pequeñas
oscilaciones, generalmente regionales, atribuidas a la
variabilidad
natural del sistema alrededor de esta situación (
32).
Si esta verosímil hipótesis resulta confirmarse, nos informaría de que el
confortable estado climático que estamos abandonando no corresponde a punto de
equilibrio alguno sino, simplemente, a un sistema en una situación estable dado
que
estaba siendo sometido a control.
Sin embargo, el desentierro y combustión de la materia fósil habría supuesto
un cambio cuantitativo excesivo en la cantidad de dióxido de carbono vertido a
la atmósfera, lo que habría detenido el proceso latente de enfriamiento, e
invertido el proceso.
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Evolución de la temperatura en el Ártico en los últimos 2000 años. A partir
de mitades de 1800 se inicia un aumento que altera bruscamente la tendencia al
enfriamiento (Kaufman et al, Science, 2008)
La figura muestra la temperatura en el Ártico en los últimos 2000 años, cuya
evolución estaría en favor de la hipótesis (
33). Ahora
habríamos perdido el control, y el sistema puede haber adquirido vida propia
hacia un nuevo estado de equilibrio, pero ahora más caliente. ¿Cuál sería este
nuevo estado de equilibrio?
Habría que remontarse al denominado Máximo Térmico del Paleoceno-Eoceno
(MTPE), hace nada menos que 55,9 millones de años. Si bien las condiciones
geológicas del momento, desde el punto de vista de la actividad volcánica y la
distribución de los continentes, eran bien distintas, el MTPE nos ofrece una
situación en la que el planeta está tan caliente que ha perdido todo el hielo de
Groenlandia y la Antártida, el nivel del mar es pues unos 75 metros superior al
actual, y en el mar se han extinguido alrededor del 50% de las especies, tanto
debido a su calentamiento como a su acidificación por disolución de parte de la
gran cantidad de CO2 presente en la atmósfera. Muchos de los restos de caimanes
y de otras especies tropicales encontrados en el Ártico son de aquella época (
34). Esa
situación acabó relativamente
pronto en términos geológicos, pues duró
sólo entre 30.000 y 170.000 años (
35).
Todo apunta a que podríamos estar dirigiéndonos hacia ese escenario, salvo
que encontremos la forma de re-controlar, ahora de forma consciente, el
habitable clima del planeta de los últimos 10.000 años. Si todavía fuera
posible, habría que empezar
ahora mismo.
Finalmente, es preciso darse cuenta no sólo de la intensidad del forzamiento
antropogénico actual, sino de su inaudita velocidad. La inyección de carbono en
la atmósfera que se dio por aquél entonces, comparable a si se llegaran a quemar
todos los combustibles fósiles conocidos (y mucho menos los fósiles no
convencionales), se produjo durante un período mucho más largo que el actual,
entre 10 y 100 veces más dilatado que el proceso en curso (
36). Esto
nos sitúa en un territorio desconocido donde las consecuencias son prácticamente
imposibles de prever (
37), pero
desde luego potencialmente desgarradoras a corto plazo para miles de millones de
personas y también para la civilización. En todo caso esta velocidad de
perturbación hace temer por la estabilidad de las grandes masas de hielo que, de
otra forma, tardarían milenios en fundirse.
Conclusiones
Las tres proposiciones con las que he iniciado este texto se han revelado
inválidas. No es posible estabilizar el clima a las condiciones actuales porque
el sistema climático se encuentra en régimen transitorio y todavía no ha
respondido a la totalidad del forzamiento al que está siendo sometido.
Además,
el tiempo de remanencia en la atmósfera del CO2 emitido, de decenas de miles de
años, convierte al cambio climático en curso en irreversible a escalas de tiempo
humanas.
Dado que lo que condiciona el clima es la concentración atmosférica de GEI y
no las emisiones, su mitigación no supone necesariamente reducir la
concentración de CO2 a la atmósfera, salvo que esa reducción sea prácticamente
total y en el plazo de muy poco tiempo y, además, se retire de la atmósfera el
exceso actual mediante reforestación masiva.
Finalmente, reducir drásticamente
el empleo de combustibles fósiles, sin más, no sólo no produciría una
disminución de la temperatura sino que, por el contrario, la reducción
concomitante de los aerosoles reflectores produciría un aumento brusco salvo
que, paralelamente, se redujeran las emisiones de todos los demás GEI, que
suponen algo menos de la mitad del forzamiento positivo total.
Volviendo a la contra-geoingeniería en su sentido
fuerte, cabe
preguntarse no sólo por su viabilidad y posibles consecuencias imprevisibles
sino también por las complicaciones políticas que supondría tamaña intervención
planetaria una vez fuera declarada necesaria como mal menor (¿por quién?), y que
dejaría en mera anécdota a la ya inmanejable dificultad de las negociaciones
climáticas en curso.
Deberíamos haber aprendido ya que todo desarrollo tecnológico masivo dejado
en manos de un grupo de púberes de la civilización desconocedores de los límites
como, inconsciente o inducidamente, somos todos nosotros, acaba generando más
problemas de los que resuelve. Así, habrá que decidir entre dos alternativas.
Por una parte está el repliegue necesario de la reducción drástica de emisiones
y la reforestación, con todas sus consecuencias, pero entre las que está la
posibilidad de dar una nueva oportunidad a nuestros descendientes.
Por otra,
podemos decidir formar parte de la última frontera, con la posibilidad nada
desdeñable de acabar extinguiéndonos de éxito tecnológico.
Entretanto es importante darnos cuenta de la enorme responsabilidad histórica
de la generación presente. En los últimos 30 años se ha emitido a la atmósfera
una cantidad de GEI equivalente a la mitad de la emitida en toda la historia de
la humanidad. Es muy probable que, 20 o 30 años antes del final del siglo
pasado, hubiéramos estado a tiempo de encontrar una trayectoria colectiva en
términos de emisiones que hubiera impedido llegar hasta aquí, cuando las
respuestas ya no pueden ser incrementales y no se producirán, en su caso, sin
severos sacrificios, sacrificios que, aunque diferidos, serían inmensamente
mayores si no se acometen las respuestas necesarias.
En todo caso son diferidos
para nosotros los occidentales que, por el momento, disponemos de mayores
recursos para protegernos. Porque los países ‘en desarrollo’ están ya pagando,
con sufrimiento y vidas, la alteración del clima que aquí hemos provocado.
Entretanto, nosotros miramos hacia otro lado y la comunidad mediática se muestra
estructuralmente incapaz de conectar los fenómenos a esta causa común.
Que todo esto podía ocurrir se sabe desde hace más de 50 años, pues ya el
presidente Lyndon B. Johnson advirtió del peligro en el Congreso de los Estados
Unidos en los años 60 (
38). Sin embargo, décadas de negacionismo sofisticadamente
organizado y de freno al pensamiento sistémico como elementos de la expansión
ultraliberal programada nos han llevado hasta aquí. De confirmarse los peores
augurios, esta generación, nuestra generación, no será recordada por sus éxitos
tecnológicos, sino como aquella, la del año 2000, que destrozó egoístamente el
mejor estado climático conocido en toda la historia de la humanidad.
Así
seríamos percibidos durante decenas de miles de años.
Stephen Gardiner, catedrático de filosofía de la Universidad de Washington
(Seattle) y especialista en las cuestiones éticas con las que nos enfrenta el
cambio climático, señala:
“Hemos creado un problema vital. Rehusamos obstinadamente hacerle frente.
Hacemos todo lo posible por diferir la respuesta. Imponemos cargas a los demás.
Confundimos conceptos insistiendo en soluciones incrementales. ¿Qué tipo de
gente haría algo así?” (
39)
Hoy, sin embargo, ya no podemos alegar ignorancia. Para el caso de que
decidiéramos actuar para evitar este panorama, entiendo que el lector intuye la
magnitud y la dificultad de la empresa, y de sus consecuencias colaterales.
También le ruego que vaya pensando en las consecuencias que se derivarían del
simple hecho de darnos cuenta, en breve plazo, de que ya no estamos a tiempo de
nada, cualquiera que sea el esfuerzo.
Notas
[1] Por ejemplo, la propia Tierra pasa a ser emisora neta
de CO
2 y metano con solo un leve aumento de la temperatura media
[2] Salvo que hagamos algo por retirarlo, lo que es una
tarea virtualmente imposible, comparable a si quisiéramos eliminar la sal de los
océanos, lo que requeriría una inmensa cantidad de energía.
[3] El umbral en ningún caso es el valor de +2 ºC que se maneja
en el entorno político, económico y mediático. Esto nos llevaría a medio plazo a
un nivel del mar alrededor de 25 m superior al actual (
40)
[4] De empezar más tarde de 2013 las reducciones sucesivas
deberían ser mucho más importantes, y acabar antes de 2050
[5] James Hansen es el climatólogo jefe de la NASA, y es a menudo
mencionado como el más respetado del mundo
[6] En este
punto es capital darse cuenta de que la capacidad de almacenamiento geológico de
CO2 equivale, como mucho, a 60 años de emisiones (nivel 2005) (
41), y de
la dificultad de contar con apoyo social para esta empresa (
42)
[7] Es importante destacar que este
paper no ha sido
todavía publicado, pero entiendo que, dada la relevancia de todos sus autores,
no debería sufrir variaciones significativas tras el proceso de revisión
[8] El petróleo, por su parte, se encuentra cerca del centro de
estos dos extremos
[9] En las edades de hielo el nivel del
mar es unos 100 metros inferior al actual
[10] Habría que
empezar a prescindir de este término, pues la Tierra no volverá nunca más a una
condición glacial, salvo que la especie humana desapareciera casi por completo.
Fuente:
http://ustednoselocree.com/background-climatico/otros/sencers/reducir-emisiones-para-combatir-el-cambio-climatico-depende/