La cumbre mundial sobre el clima que ha tenido lugar en Nueva York el 23 de septiembre a iniciativa del secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, y la masiva movilización ciudadana que la ha precedido, han vuelto a situar al cambio climático en la agenda política internacional. A lo largo de los próximos meses los principales países emisores, en especial China y Estados Unidos, han de publicar sus compromisos concretos de mitigación de emisiones de manera que se vaya pavimentando el camino hacia un acuerdo global en la cumbre de París en diciembre de 2015.
Ha transcurrido una generación y las alertas científicas (cinco informes del IPCC) no han sido suficientes para que los responsables políticos de la comunidad internacional adopten las medidas que permitan reconducir la situación. El problema de hecho se ha agravado. Entre 1970 y 2000, las emisiones totales de gases de efecto invernadero se incrementaron a un ritmo medio anual del 1,3%. Entre 2000 y 2010 lo hicieron al 2,2%. Significativamente, el año 2013 ha conocido el mayor incremento en la concentración de CO<MD->2<MD> de los últimos 30 años.
El tiempo para reconducir la situación es limitado. El sistema del clima no es lineal, es un sistema complejo con diversos efectos de retroalimentación positiva que pueden quedar fuera de control si la temperatura sobrepasase el umbral de seguridad de los dos grados centígrados. Por ejemplo, el efecto albedo de los hielos del Ártico desaparecerá a medida que se fundan sus hielos. Las aguas oscuras que los sustituyen absorberán cada vez más calor en lugar de reflejarlo a la atmósfera.
Sin embargo, si esa información científica no es descodificada apenas adquiere un significado relevante para la persona de la calle. Y si no se le otorga significado permanece como mera información que se mezcla con el ruido de fondo de nuestra sociedad hipermediática. Esa carencia en la construcción del significado se debe, en mi opinión, a que a la reflexión sobre las graves consecuencias de la crisis climática apenas han acudido, hasta el momento, filósofos, sociólogos, politólogos, historiadoras, educadores, antropólogos, pensadoras del mundo de la cultura, teóricos del derecho, escritores, cineastas, poetas, etcétera. Sin ellos, no es posible construir socialmente el significado de la crisis del clima de manera que sea relevante para la mayoría de las personas de nuestra sociedad.
Lo anterior es importante porque 25 años de experiencia han demostrado que los líderes de las naciones no van a adoptar y mantener en el tiempo las importantes decisiones que se precisan si no se ven confrontados con una sociedad civil concienciada y movilizada. Y sólo se logrará una implicación masiva de muchos millones de personas si somos capaces de explicarla en claves morales de manera que puedan comprenderla como algo significativo y relevante para los valores que guían sus vidas personales.
El filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas habla de dimensión moral cuando una decisión se refiere a la resolución equitativa e imparcial de las relaciones entre las personas sobre bases o prescripciones de carácter universal. En el horizonte plural de modelos de vida de las sociedades modernas la moral racional ha de orientarse hacia las cuestiones normativas que hacen referencia a lo justo y equitativo, es decir, a los fundamentos de la sociedad: los que definen qué derechos y obligaciones se reconocen mutuamente los miembros de la misma. Los principios establecidos en ese ámbito son, por definición, universales, y se construyen en un diálogo entre personas libres en un contexto no impositivo. Debido a ello, las teorías morales contemporáneas de carácter racional se presentan como teorías de la justicia.
Los líderes de las naciones no actuarán si no se ven confrontados con una sociedad civil concienciada y movilizada
La crisis climática se plantea en términos morales puesto que hay elementos decisivos de justicia en juego. En primer lugar, si bien las consecuencias negativas afectan a todas las sociedades, son las comunidades más pobres y vulnerables de los países en desarrollo las que sufren y sufrirán las consecuencias más devastadoras. Estados-isla del Pacífico y del Caribe se verán anegados por la subida del mar, es decir, para ellos supone una amenaza existencial. Entre 20 y 30 millones de personas humildes que viven en el delta del Ganges-Brahmaputra de Bangladés habrán de emigrar si el mar aumenta un metro de nivel; cientos de millones de personas del África subsahariana padecerán el agravamiento de sequías devastadoras y una mayor presión sobre sus ya escasos recursos, sometiendo a muchos países de la región a una intensa presión adicional que apenas podrán gestionar.
En segundo lugar, de mantenerse la tendencia actual de emisiones hacia mediados de siglo, entre 2046 y 2065, el calentamiento anual excederá los 2º en la mayor parte de la superficie terrestre, incluyendo un incremento superior a 3º en amplias zonas de Norteamérica y Eurasia (Noah Diffenbaugh y Chris Field, Science, 2013). Un cambio de esa magnitud implicará una alteración drástica de los parámetros climáticos y supondrá un desastre sin paliativos para el mundo que recibirán nuestras hijas y nietos, así como para el resto de formas de vida que comparten con nosotros la biosfera.
El cambio climático no es un problema científico-técnico; es un desafío que afecta a nuestra autocomprensión
En consecuencia, la crisis climática interpela los fundamentos de justicia y equidad en que se basan nuestras sociedades democráticas. La respuesta ha de encontrar sus raíces y fundamentos en el legado de la razón crítica, el conocimiento científico, el compromiso con la justicia como igualdad (también entre generaciones), el debate y la participación activa de una ciudadanía libre que busca retomar desde la política el destino de su sociedad. En otras palabras, la respuesta ha de conectar con el programa emancipador de la modernidad cuya corriente central desde Thomas Hobbes, John Locke, Jean-Jacques Rousseau, Immanuel Kant, hasta La idea de la justicia de Amartya Sen, pasando por Alexis Tocqueville, la Escuela de Fráncfort, la Teoría de la justicia de John Rawls, o el republicanismo cívico de Hannah Arendt, ha reivindicado siempre una mirada crítica-moral sobre la sociedad y sus desafíos cruciales (Giner, Historia del pensamiento social).
El cambio climático no es un problema científico-técnico. Es un desafío que afecta a nuestra autocomprensión como comunidad universal, por lo que ha de ser abordada desde una mirada crítica-moral. El mensaje es claro: no podemos permitir que nuestros hijos y nietas hereden un mundo climáticamente devastado. Los Gobiernos de las naciones tienen el deber de preservar el clima de la Tierra ya que como representantes de los intereses de la sociedad no pueden permanecer impasibles ante su deterioro irreversible. Ese clamor de las conciencias ha de crecer como un tsunami y París 2015 ha de marcar el necesario punto de inflexión.