2015 no fue un buen año en lo que se refiere a datos sobre calentamiento global ni a desigualdad social. En el primero de los casos supimos que con el cierre del año la temperatura media global ya había superado el grado centígrado frente a los niveles preindustriales, un incremento que los científicos establecían como umbral máximo de seguridad para evitar los riesgos asociados a las catástrofes causadas por la alteración del clima.
En el segundo, Oxfam nos alertaba de cómo la brecha global entre ricos y pobres continúa obscenamente incrementándose en un planeta en el que cerca de 1.000 millones de personas pasan hambre. Es decir, que 2015 certificó dos hitos en lo que se refiere a la organización social del ser humano: su capacidad de desbordar los límites ambientales de todo el planeta, poniendo en riesgo la continuidad del propio ser humano; y un sistema de acumulación de riqueza del que no existen precedentes: 62 personas acaparan la misma riqueza que la mitad de la población mundial. Son dos pésimos datos que deberían replantearnos cómo habitamos el planeta y cómo nos interrelacionamos como seres humanos.
Sin embargo, cuando pensamos en el calentamiento global lo asociamos por lo general a un oso polar naufragando en un pedazo de hielo y cuando pensamos en la pobreza nos viene a la imagen una niña sucia y llena de harapos en alguna de las miles de chabolas que existen por el mundo. Disociamos ambas imágenes, y una -la del oso- la llevamos al terreno estrictamente ambiental, con olas y tornados enormes amenazando una ciudad sin gente; y la otra la llevamos al terreno social, dando pie a diferentes soluciones en función de nuestra ideología política. Pero raro es que conectemos la mirada perdida del oso con los oscuros ojos de la niña.
Y no debería ser así. En primer lugar porque el cambio climático ya es en sí mismo fruto de un reparto desigual en el uso de los recursos naturales, y por tanto de la desigualdad humana. Está causado por la quema de combustibles fósiles de forma acelerada desde hace algo más de un siglo y medio. Pero la quema en tan corto plazo de tiempo de tan valioso recursos energético (la naturaleza ha tardado millones de años en formarlo) no se ha realizado de manera equitativa: EEUU y Europa, como todos sabemos, han sido las principales regiones industrializadas, y por tanto las que más energías fósiles han históricamente quemado y en consecuencia las que más han contribuido a las concentraciones de CO2 que amenazan con alterar irreversiblemente nuestro planeta. China e India se han sumado al carro hace tan solo dos décadas.
Pero lo peor de todo es que este desigual consumo de los recursos energéticos del planeta se empleó además para imponer un modelo de producción y consumo global (la globalización económica) asentado en la desigualdad y en los privilegios de unas personas y sociedades frente a otras.
Así por ejemplo, la lógica de acumulación de la riqueza llevó a la deslocalización industrial, que huyendo de los derechos laborales adquiridos por los trabajadores de los países industrializados asentó parte de su producción en otras regiones donde la mano de obra era más barata, y además no existía normativa ambiental. La distancia entre los centros de producción y de consumo resultaba viable por el petróleo que transportaba las mercancías de un punto a otro. Otro ejemplo: la lógica de la obsolescencia programada simplemente para incrementar el consumo de objetos que acaban siendo residuos mucho antes de lo necesario.
En definitiva, la configuración de un mundo basado en países “enriquecidos”, los menos, altamente devoradores de recursos naturales de todo tipo, frente a otros productores de recursos naturales y con mano de obra barata, poco consumidores y apenas responsables del calentamiento global, solo fue posible por el uso desigual de los recursos energéticos y el diseño de un sistema financiero que permitía concentrar el poder de compra de esos recursos en unas pocas regiones; y dentro de las mismas en unas pocas manos: la misma lógica de acumulación y desigualdad se desplegó fronteras adentro.
Así pues, encontramos que la acumulación de riqueza, requisito para la desigualdad económica, se sustentó y se sustenta en un consumo desigual de los recursos naturales, causa a su vez del calentamiento global.
Pero si en vez de mirar hacia el pasado miramos hacia el futuro lo que vemos es que la enorme desigualdad económica incrementa la vulnerabilidad de nuestras sociedades para adaptarse a los cambios climáticos debidos al calentamiento global. Paradójicamente, las poblaciones que mayor exposición tienen a ver alteradas sus condiciones de vida son a su vez las que menos riqueza monetaria poseen para compensar los daños causados en sus cultivos, viviendas, sistemas hídricos, etc.
Pero el que en las sociedades enriquecidas cada vez la riqueza se acumule más en manos privadas nos hace también más vulnerables. En primer lugar porque la transformación de nuestro sistema socioeconómico y de nuestras ciudades hacia las energías renovables solo puede hacerse con una planificación e inversión pública por parte de nuestras sociedades muy superior a la que existe en la actualidad, como nos recuerda Naomi Klein.
Y en segundo lugar, porque las tensiones sociales que provocará el cambio climático, con incremento de las migraciones y de las catástrofes naturales por todo el mundo, tan solo puede afrontarse o mediante el incremento de la solidaridad internacional entre los pueblos y las regiones, o mediante la exacerbación de la barbarie humana. Es decir: las vallas, las armas, el miedo, el racismo y los discursos siniestros. Y tenemos un ejemplo presente en nuestra conciencia: el de los refugiados sirios y la inhumana gestión realizada por la Unión Europea.
Frenar y adaptarse al calentamiento global requiere transformar la organización social y la desigual distribución de los recursos del ser humano, es decir lograr un mundo con un reparto más equitativo de la riqueza y los recursos. Luchar contra el calentamiento global no es solo por evitar la extinción de los osos polares, sino por conseguir también un mundo en el que 1.000 millones de personas dejen de pasar hambre. Y eso requiere que distribuyamos nuestros conocimientos, tecnología y recursos de manera más justa y solidaria entre todos los seres humanos.
FUENTE: eldiario.es , 10 / mayo / 2016
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