No es común que un ecólogo juegue a ser detective de manera aventurera: revisando papeles enmohecidos en el medio oeste en busca de mapas de cien años dibujados a mano que guían a través de la densa maleza de Alaska poblada por lobos y osos pardos. Pero es así cómo el científico Brian Buma rastreó el trabajo de una leyenda, un padrino de la ecología moderna tan destacado en su campo que la Sociedad de Ecología de América otorga un premio que lleva su nombre.
Buma, profesor adjunto de la Universidad de Alaska, estaba buscando nueve pequeñas parcelas de tierra en el enorme entorno salvaje del Parque Nacional Bahía de los Glaciares de Alaska. Estos parches de tierra de un metro cuadrado incluidos en un mapa por primera vez en 1916 por el botánico William Skinner Cooper fueron clave para uno de los experimentos naturales de mayor duración y para comprender uno de los sitios más dinámicos y más estudiados de ese país.
Cooper conocía la rica historia de la Bahía de los glaciares, había leído los diarios de la expedición del capitán George Vancouver, del siglo XVIII, había seguido los viajes en canoa del naturalista John Muir, cuando éste comparó su geología con la del valle de Yosemite. Cooper incluso lideró las peticiones para declarar a la región monumento nacional, 55 años antes de que se convirtiera en parque nacional en 1980.
Pero las superficies escondidas en las que Cooper había realizado un trabajo innovador que sigue figurando en los libros de texto de alguna manera se habían perdido con el paso del tiempo. Buma se propuso encontrarlas.
Entonces el verano pasado, un siglo después de que comenzara Cooper, Buma reunió fotos históricas, un detector de metales y una maza y, financiado por National Geographic, encontró los sitios de trabajo de Cooper. Ahora los está usando para recalcular las maneras sorprendentes en que las comunidades de plantas pueden cambiar con el cambio climático. En un trabajo publicado por la Sociedad de Ecología de América, demostró, tal como lo había hecho Cooper antes que él, que a medida que el hielo glaciar de la bahía retrocede más rápido que casi cualquier otro lugar de la Tierra, surgen nuevos pastizales y bosques, sólo que no de manera tan simple y uniforme como esperaríamos.
“La gente solía pensar que las comunidades de plantas cambian de manera muy ordenada, cada vez que entramos en un bosque centenario pensamos que todo estuvo ahí de igual manera. Pero no había forma de probar ese supuesto sin observar un paisaje a lo largo de mucho tiempo, que es lo que Cooper intentó hacer. Y ahora revivimos eso”, explicó Buma.
Para Buma, todo comenzó como un misterio. La primera observación no indígena registrada de la Bahía de los Glaciares se produjo en 1794, cuando la expedición del explotador británico Vancouver describió una extensión de hielo de 32 kilómetros de ancho y aproximadamente 1.200 metros de espesor, una costa “terminada en sólidas montañas compactas de hielo”. Ya en 1879, cuando la región fue visitada por Muir, que esperaba ver en tiempo real cómo los glaciares tallan paisajes, ese hielo había retrocedido casi 80 kilómetros como parte de su proceso natural.
En 1916 llegó Cooper y en el terreno estéril que hay debajo del hielo derretido usó mapas dibujados
por Vancouver para trazar pequeñas superficies en las cuales seguir, con el tiempo, qué creció en su lugar. A lo largo de años y luego décadas, cuando empezaron a surgir suelos ricos y brotaron los abetos y los sauces, él y sus amigos notaron la imprevisibilidad de los nuevos paisajes, cómo cada sección empezó a aparecer levemente diferente de las otras según los caprichos de la naturaleza.
Cuando se hizo mayor, sus alumnos siguieron documentando cómo crecía y cambiaba la región. “Esto es lo que Cooper reconoció”, dice Lewis Sharman, ecólogo del parque. “Es una oportunidad de realizar un experimento a largo plazo y estudiar este paisaje dinámico a lo largo del tiempo”.
Hacia fines de la década de 1990, las parcelas habían sido abandonadas. La última persona que sabía dónde estaban había muerto. Este famoso paisaje seguía cambiando, pero habían desaparecido estas ventanas únicas. Por eso Buma visitó los archivos de la Universidad de Minnesota. Recuperó los datos originales de Cooper, entre ellos viejas fotos, cuadernos en manuscrita de 1916 y mapas dibujados. Las indicaciones de Cooper parecían sacadas de un mapa pirata: ir hacia una roca grande y girar 15 grados al norte y a los 45 pasos se encontrará una roca más pequeña.
Buma viajó hasta los confines del Glaciar. Pero, desde ya, todo había cambiado. El norte magnético se había movido.
La vegetación había crecido. “A veces tardaba una hora para recorrer 800 metros”. Vio osos y lobos. Pero también encontró las parcelas. Y fueron reveladoras.
Una de las parcelas estaba llena de sauces de dos metros y medio, y había árboles secos en el suelo. Veinte metros más lejos, otra parcela, ahora a la sombra de un gran abeto, sólo tenía agujas. Algunas partes con sauces se veían igual que hace cien años. Otras ahora eran parte de un bosque de alisos.
“Para un lego es algo fascinante. Demuestra lo impredecible que puede ser la naturaleza”, dice Buma. “La caída impredecible de semillas de sauce en un lugar u otro marca la diferencia. Pateamos una piedra acá y vemos los efectos cien años más tarde”.
Muchos libros de ecología que hablan de la sucesión de plantas sugieren que “primero hay hierbas, luego plantas que forman matas, luego matorrales y los primeros árboles”, dice Buma. “Estos supuestos se incluyen en muchos modelos”, incluso en muchos de los que los científicos usan para predecir los efectos del cambio climático. El propósito de Cooper era no depender tanto de esa inferencia sino más bien de la observación directa.
A medida que los glaciares retroceden y las plantas se mueven hacia arriba, colina arriba, muchos científicos sospechan que los bosques se expandirán. Pero Buma dice que puede no ser tan sencillo.
“No estamos viendo eso. Vemos que los sauces y los matorrales avanzan y monopolizan”.
Es imposible sacar conclusiones de esos pequeñas parcelas y extrapolarlas al paisaje, pero eso no implica que no sean lecciones”.
FUENTE: Especial para EL DIA
de National Geographic , 20 / 08 / 2017
de National Geographic , 20 / 08 / 2017
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