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jueves, 7 de enero de 2016

LA LUCHA CONTRA EL CAMBIO CLIMÁTICO


El 12 de diciembre de 2015, en la cumbre del clima de París, los representantes de 195 países alcanzaron un acuerdo para luchar contra el cambio climático. El convenio fue recibido con gritos y aplausos, un jolgorio fácilmente justificable considerando anteriores fracasos, como los habidos en Kioto (cuyo protocolo se firmó en 1997, para ser directamente incumplido) y Copenhague (cuya cumbre de 2009 terminó sin acuerdo entre recíprocas recriminaciones.) Pero, pese a las celebraciones, los motivos para el optimismo son tenues. Muy tenues.
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La práctica totalidad de la comunidad científica y, como vemos por el número de signatarios, la generalidad de los países, ya aceptan que el planeta está experimentando un cambio climático consistente en un aumento de la temperatura global. La causa es la emisión de gases, tales como el dióxido de carbono y el metano, procedentes de diversas actividades humanas, incluyendo la producción de energía a partir de combustibles fósiles.

Lo cierto es que el clima de la Tierra es un tema tan importante como complejo. Los paleontólogos apuntan que actualmente estamos en una fase de glaciaciones. Durante los últimos dos millones de años, las placas de hielo han avanzado y retrocedido nada menos que diecisiete veces. En la fase glacial, el hielo invade buena parte de los continentes del hemisferio norte (América y Eurasia), llegando hasta el corazón de Europa –lo que es una mala noticia para el hipotético monstruo del lago Ness ya que este lago escocés hace 18.000 años estaba bajo una capa de hielo de más de mil metros de espesor-. (Los datos proceden de Richard Cowen, “History of Life”, pp. 276 y ss.)

Ahora nos encontramos en una fase inter glacial, e ignoramos si retornaremos a una nueva glaciación (no se conocen bien los mecanismos que las provocan.) Pero ese movimiento pendular del frío extremo a la temperatura actual, se proyecta a muy largo plazo. En nuestro presente inmediato, que es lo prioritario, la Tierra se está calentando de modo alarmante como consecuencia de procesos iniciados, sobre todo, en la Revolución Industrial.


Ofreceremos algunos datos. En aquel momento la concentración de CO2 era de 280 partes por millón (ppm); su medición en 2013 señalaba 400 ppm (una cifra entre 425-450 ppm podría provocar la temida subida global de 2 grados.) Los eventos climáticos extremos (sequías, incendios, tifones…) cada vez son más frecuentes: desde 1950, el número de grandes inundaciones en Asia, por década, ha aumentado desde 50 hasta casi 700. El consumo de carbón continúa creciendo, y continuamos adictos al petróleo y al gas (los datos están tomados del libro de Stephen Emmott, ‘10 Billion’.)

Vista la gravedad de la situación, volvamos al acuerdo de París para analizar cuáles son las tan celebradas medidas.
Pues bien, no se impone a cada país una concreta reducción porcentual respecto a su actual emisión de gases de efecto invernadero. No. En su lugar, cada país (sea rico o pobre) voluntariamente presenta un plan indicando cuánto y cómo va a reducir sus emisiones hasta los años 2025 o 2030. Los países signatarios se reunirán de nuevo el año 2023, y a partir de ahí cada cinco años, para analizar si efectivamente están cumpliendo o no con lo prometido (187 países ya han presentado sus planes).

Además, los países desarrollados se comprometen a aportar 100.000 millones de dólares anuales para ayudar a los países menos pudientes o más expuestos a las consecuencias del calentamiento global. Pero no se ha logrado que tal ayuda fuera legalmente vinculante, ya que aparece en el Preámbulo del acuerdo pero no en su texto legal (sobre las diferencias entre preámbulo y articulado, les recuerdo lo ocurrido con el término “nación” en el estatuto catalán.)

De modo que los compromisos quedan en una nebulosa, dependientes de la buena voluntad de los signatarios. Además, científicos que han analizado el texto señalan que, aún aplicando lo pactado, la reducción sería tan solo la mitad de la necesaria para que el aumento de temperatura no supere dos grados centígrados (New York Times 13/12/2015.) Eso no es todo. El problema del cambio climático enlaza directamente con el del tamaño de la población en nuestro planeta, que es un problema aún más intratable.

El ser humano necesita energía para producir comida, acceder al agua, fabricar cosas o transportarlas. Y no existe una fuente perfecta de energía, ya que las hay limpias pero caras (solar, eólica), barata pero peligrosa (nuclear) o asequible pero contaminante (combustibles fósiles). Cuantos más seres humanos existan, mayor la demanda de energía. Yo consumo, tú consumes, él consume… todos contaminamos.

Además la energía se emplea de modo desigual (luego injusto): el 7 % más rico es responsable del 50 % de las emisiones de dióxido de carbono. El 50 % más pobre lo es del 7 % de tales emisiones (Alan Weisman, “Countdown”, p. 144.) Es lógico que los habitantes de China, India y otros países en desarrollo deseen tener más coches, comer más carne, viajar más lejos, etc. Lógicamente, quieren consumir como nosotros. Por eso el uso de agua crece el doble de rápido que la población (Emmott, p. 71.) Incluso aunque ésta detuviera su crecimiento, el consumo de energía seguiría aumentando.

Por tanto, luchar contra el cambio climático es sinónimo de limitar el crecimiento demográfico. Terminaré con un ejemplo: la proyección de Naciones Unidas para Nigeria señala que a finales de este siglo su población será de 730 millones de habitantes (el año 2000 eran 125 millones.) Y, justificadamente, cada uno de ellos querrá consumir, o contaminar, como un occidental. Un asunto delicado.

FUENTE:  Diaridetarrogona.com,    6/ ene/ 2016

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