Mientras el presidente de Estados Unidos le da un portazo al Acuerdo de París
y grita que el cambio climático es una estafa, equipos de científicos argentinos
lo refutan con proyectos que buscan cómo bajarle la temperatura a esta parte
del planeta foto: Archivo Julián Bongiovanni
Se desprende un iceberg de la antártida del tamaño de algún país europeo. Se publican informes en el que científicos dicen que en menos de 100 años el mundo va a ser agua y desierto. El invierno es una sucesión de lluvias tropicales y efímeras olas polares. Donald Trump dice que el cambio climático es una estafa. El presidente de Francia le contesta con un troleo de su campaña: "Make the earth great again". La comunidad científica se escandaliza con el portazo de Estados Unidos al Acuerdo de París. La ONU intenta que todos sus países miembros -menos Nicaragua y Siria- trabajen unidos en el compromiso de revertir lo posible y adaptarse a lo ya irreversible del cambio climático. Mientras tanto, acá, en Argentina, hay equipos coordinados entre las universidades nacionales, el INTA, y el Conicet que estudian los gases de efecto invernadero que emite una vaca, una planta de maíz, de soja, un bosque en la cordillera, una persona en sus consumos cotidianos, la basura.
Aunque Argentina tiene una influencia casi anecdótica en el panorama mundial -emite el 0,08% de los gases de efecto invernadero del mundo-, cada país de la ONU se comprometió a tomar medidas para reducir la emisión de gases y aplicar políticas para remediar los daños ya ocasionados en el ambiente. El acta que la Argentina firmó en el Acuerdo de París, y luego ratificó por ley, es para evitar que aumente más de dos grados la temperatura media global en relación con la era preindustrial. Si bien Estados Unidos y China, juntos, emiten el 40% de los gases de efecto invernadero que generan el aumento de la temperatura sobre la Tierra, se espera que todos los países sostengan el compromiso por igual.
Los datos duros son que el 0,08% de los Gases de Efecto Invernadero (GEI) emitidos por Argentina se divide de la siguiente manera: el 53% proviene del sector de energía, el 39% lo emite el sector de agricultura, ganadería y otros usos de la tierra, el 4% los usos de producto y procesos industriales y el 4% restante de los gases liberados a la atmósfera provienen de los residuos.
El 53% del sector de energía está compuesto casi en partes iguales por tres subsectores: la producción de electricidad, combustible, refinación del petróleo; el transporte terrestre por carretera; y el uso de la energía en las casas, en las industrias, en los comercios, entre otros. De acá queda claro algo: el consumo de energía en el hogar es altísimo y la huella de carbono individual colabora de manera sobresaliente en la emisión de los gases.
El dato sobresaliente, sin embargo, es el 39% del sector agroganadero. Los números revelan que la matriz productiva del país, es decir, las vacas o una plantación de maíz o soja, contamina en porcentajes similares al sector energético. El sector más contaminante está en la ganadería con el 20,7%, mayormente con metano, dióxido de carbono y óxido de nitrógeno, casi en partes iguales. Estos números son los que presentó el país ante la ONU en el Inventario Nacional de Gases de Efecto Invernadero 2017.
Si lo obvio es que el transporte, la industria química y la obtención de energía es lo que más libera gases a la atmósfera, que las vacas, el maíz y la tierra le compitan de cerca es un dato que puede sorprender a novatos en el tema pero no a la comunidad científica argentina. Porque hay recursos académicos para estudiarlo y propuestas para mitigarlo: en eso están muchos hombres y mujeres en los pasillos de las universidades locales.
Amigarse con el óxido nitroso
No bien pasás el molinete de ingreso al predio de la Facultad de Agronomía por avenida de los Constituyentes, entrás como en una cápsula espacio-temporal en el corazón de la Capital Federal. Si no fuera porque la línea de trenes Urquiza la atraviesa de punta a punta -y reproduce el típico ruido de ciudad- es posible creer que se está en el campo en alguna localidad de la provincia de Buenos Aires.
Entre árboles altísimos y predios de pastizales está el edificio del Instituto de Investigaciones Fisiológicas y Ecológicas Vinculadas a la Agricultura (Ifeva), donde trabaja el doctor en Ciencias agropecuarias, Gervasio Piñeiro. Desde su oficina, que da al patio de un jardín de infantes, explica que su equipo de investigación trabaja en diseñar sistemas agropecuarios sustentables con el menor impacto posible o con efectos positivos en el ambiente sobre la base de un balance de los servicios ecosistémicos en cada caso.
"Hoy nadie le paga al productor por evitar la emisión de gases de efecto invernadero. Entonces no hace nada, ni lo piensa. Nosotros, acá, planeamos estrategias que mejoren los servicios ecosistémicos para todos", dice. Y el ejemplo en lo que están trabajando es contundente: hicieron una red de medición de óxido nitroso en campos de cultivo de soja lindantes a suelos vírgenes en varias localidades, desde Balcarce hasta Salta. Ahí se detectó que los cultivos emiten más óxido nitroso que los sistemas naturales y que tienen dos picos de emisión: cuando se está por cosechar y en la primavera, cuando está recién sembrado. "El resto del tiempo la soja emite igual que un pastizal".
La propuesta de su equipo de investigación es que se plante un cultivo de servicio antes de que se coseche la soja. Es decir, antes de que se muera la soja, que un "yuyo" capte el óxido nitroso y lo mantenga en el suelo para que le aumente la materia orgánica de la tierra. ¿Por qué es bueno capturarlo? Porque el nitrógeno es abono. "Es muy caro fertilizar, al productor no le conviene perderlo. La forma de hacerlo sería poner plantas de servicio para que tomen los óxidos de nitrógeno y alimenten la tierra. A ellos les conviene capturarlo porque si lo pierden después lo tienen que comprar y reponer mediante fertilizantes. Entonces les recomendamos a los productores que siembren cultivos de servicio: para disminuir la emisión de gases, para aumentar la materia orgánica y también para que baje la napa y no se les inunde el campo".
Esto ya lo están implementando con algunos productores y asociaciones. En la teoría está demostrado que de esta forma se libera menos óxido nitroso a la atmósfera, por lo que se genera menos efecto invernadero. Pero ahora, el productor necesita más que ese motivo para implementarlo, por ejemplo, incentivos estatales para desarrollarlo o certificaciones comerciales de que ese producto es responsable con la emisión de gases.
Si eso no se da, como mínimo necesita que le cueste lo mismo porque no va a cambiar su forma de trabajar si no obtiene un rédito económico de eso. "Si producimos un sistema que funciona bárbaro, pero la semilla del cultivo de servicio vale US$ 130, el productor no la va a aplicar porque no le sirve. Entonces ahí, con ellos, sabemos que la semilla que necesitan tiene que valer US$ 30. Entonces tenemos que hacer los experimentos en los campos, reunirnos con los productores, analizar el desempeño de lo propuesto, y también ir a la semilleras, trabajar con las empresas para producir un producto que se pueda vender a ese precio", señala Piñeiro.
En la misma línea, desde el Instituto de Clima y Agua, la doctora Gabriela Posse lidera una investigación sobre la medición de los gases en relación con los distintos fertilizantes que se usan en la tierra. En los principales cultivos donde se hacen los experimentos es en maíz y en trigo. Ahí miden la pérdida de amonio y óxido nitroso cuando se compara un fertilizante alternativo con uno comercial. En la llanura pampeana se investiga soja, maíz y trigo; en el norte, la caña de azúcar.
Si bien trabaja en un organismo diferente del de Piñeiro, la científica articula con él algunas de sus investigaciones y llega a conclusiones similares: "Hay que hacer rotaciones en los campos. Cada productor hace lo que quiere y esas cosas no contribuyen a capturar gases. El suelo tiene mucha capacidad para capturar, pero hay que manejarlo bien para que ocurra". Con su equipo está estudiando para detectar inhibidores de volatización que protejan el nitrógeno con el objetivo de que no se pierda.
La comida de la vaca
Del total de la torta de emisiones de gases de efecto invernadero producidos en el país, el porcentaje más alto se lo llevan las vacas. La singularidad es que el ganado tiene una elevada calidad contaminante porque libera metano a la atmósfera. Mientras que las otras actividades suelen colaborar con gases nitrosos o de carbono.
El doctor en Física e investigador del Conicet, José Ignacio Gere, es uno de los pocos que se especializa en la medición del metano que liberan las vacas en su proceso digestivo. Cuando los rumiantes digieren la celulosa de las pasturas utilizan bacterias y protozoarios que dan como resultado carbono, metano, calor y otros ácidos grasos. En la mezcla de gases del rumen, el dióxido de carbono participa con el 65% y el metano con el 27% aproximadamente. El problema es que una molécula de metano tiene una potencialidad contaminante 20 veces superior a la de dióxido de carbono, con lo cual el impacto es más significativo.
Una vaca con 500 kg de peso puede producir entre 200-450 litros de metano por día. En Argentina, en 2016, se supo que había un stock de 53 millones de cabezas de ganado bovino. Las cuentas ganan ceros rápidamente.
Desde la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, Geré está creando mejoras metodológicas para la medición de la contaminación vacuna: lamentablemente la falta de datos, y sus costos, suelen dificultar su trabajo. Mientras tanto en el campo, en su experimentación, descubrió que se puede reducir el 20% de la emisión de metano de una vaca. ¿Cómo? Si se alimenta con pasturas de alta calidad. El metano liberado por la vaca es una pérdida para ella, es una fracción de energía que el animal no pudo aprovechar. Para esto, Gere trabajó con científicos del Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA) de Uruguay: compararon cuánto metano emitió una vaca si comía pastura de baja calidad o de alta calidad, y los resultados, que aún no fueron publicados en las revistas científicas, demostraron que la emisión de metano fue un 14% inferior en aquellos animales que consumieron la pastura de alta calidad. "Está testeado que hay pasturas con mayor digestibilidad, y que cuando la vaca come eso emite menos metano. Si tiene mucha fibra es menos digerible para el animal", dice Gere,
Resta comprobar si esto, además, se traduce en una mejora productiva de leche o en carne de mejor calidad. Esto sería clave para la aplicación de estas estrategias por parte de los productores porque brindaría ganancia en su producto. El científico señala lo mismo que sus colegas: para que las propuestas sean llevadas a cabo con éxito tiene que haber cooperación entre la academia científica, los productores, el mercado y el Estado.
No tapar el bosque
Para llegar a la oficina de Amy Austin en Agronomía hay que atravesar varios pasillos y doblar en algunos laberintos. Rodeada de carpetas, la doctora en Biología habla con su castellano enrevesado, a pesar de los 20 años que hace que vive acá. Es estadounidense y en 2015 ganó el premio de L'Oréal Por las Mujeres en la Ciencia por sus investigaciones en la Patagonia sobre la interacción de las plantas y el suelo en el ciclo del carbono del bosque.
Su premisa, a pesar de ser sencilla, no se la había planteado nadie con tanto rigor: ¿plantar bosques donde no los hay naturalmente ayuda al ambiente? ¿Se puede hacer en todos lados, con cualquier especie?
Amy parte de la base de que nadie quiere reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero, entonces la idea de plantar un bosque -porque un árbol fija el carbono, lo secuestra y lo captura para que no esté en la atmósfera- resulta atractiva. Ella estudió casos de plantaciones de pinos Ponderosa en la localidad neuquina de Meliquina, para determinar si la modificación de ese ambiente natural y la plantación de una especie extranjera daban un balance positivo de carbono.
Lo que obtuvo es que los bosques jóvenes efectivamente secuestran carbono, pero muchas veces para que una plantación crezca en un espacio no natural para la especie, se aplican una serie de medidas potencialmente contaminantes como llevar riego, fertilizantes, adaptar el terreno. "Cuando hacés la cuenta de la energía que requiere, el balance no es tan positivo".
Además, hay otros problemas que deben tenerse en cuenta: cuando los árboles se hacen adultos, el bosque ya no secuestra la misma cantidad de carbono, y el riesgo de incendio en la montaña es latente, si se prende fuego se libera todo el carbono. Y si plantás un bosque en un lugar de nieve, o la especie es oscura, la reflexión de luminosidad a la atmósfera también cambia la temperatura. El resultado es que hay que proteger los ecosistemas naturales o, si se plantan bosques en zonas de pastizales o estepa, valorar todo lo que implica llevarlo a cabo.
"La Patagonia tiene un contraste de lugares vírgenes, ideales para investigar, y otros con impacto de contaminación muy grande para la poca gente que hay -dice Amy-. Si comparás la estepa con un bosque plantado de pino es tremenda la diferencia. El impacto no es tanto entre un bosque nativo y un bosque plantado, sino cuando convertís un sistema que es pastizal o matorral en la plantación de un bosque de pino. Ahí es enorme la transformación del ambiente".
Por qué Donald no tiene razón
La comunidad científica y la diplomacia internacional dieron por terminada la discusión sobre la existencia del cambio climático hace unos años y ya estaban debatiendo las posibles soluciones cuando Donald Trump pegó el portazo al Acuerdo de París.
Los motivos que dio para su decisión fueron los que pusieron al desnudo sus verdaderas razones: salvar al mundo implica perder dinero y la potencia mundial no está dispuesta a hacerlo. En el ring está el sistema de producción capitalista versus el medio ambiente.
Hagamos un rewind en el casete: en 2017, la historia política y diplomática sobre el cambio climático tuvo un punto de quiebre. El 1° de junio pasado, Trump anunció la retirada de Estados Unidos del Acuerdo de París, lo que no solo rompió con un acuerdo internacional inaudito en la historia universal, sino que abonó la teoría negacionista sobre el calentamiento global. El retroceso político y social que significa este anuncio trajo como coletazo una rápida reacción de Francia, donde el recién electo Emmanuel Macron invitó a todos los investigadores estadounidenses a continuar sus trabajos en Europa: "Van a encontrar aquí una segunda patria".
La comunidad científica del mundo se alborotó. En principio porque si hace dos años 195 países miembros de las Naciones Unidas firmaron un marco de cooperación internacional para limitar el aumento de la temperatura media mundial y limitar el cambio climático, la existencia del cambio climático, su gravedad y la responsabilidad humana parecen una polémica saldada. Algo que quedó demostrado cuando ningún otro país se sumó a la falsa retirada de Trump.
El argumento del presidente de Estados Unidos es que el Acuerdo de París debilita la economía norteamericana y les da ventajas a China o la India. Que decidió retirar a su país del acuerdo para defender a los trabajadores de Youngstown, Detroit y Pittsburgh. Que nadie lo votó en Francia.
El Acuerdo de París no es vinculante. El compromiso de todos los firmantes es fortalecer la respuesta global a la amenaza del cambio climático manteniendo el aumento de la temperatura media mundial por debajo de dos grados centígrados con respecto de los niveles preindustriales. Para eso, cada país presentó sus compromisos y sus aportes. Argentina también lo hizo y ratificó sus objetivos para llegar a 2020 con una temperatura mundial por debajo de 1,5 grados.
En su momento, Barack Obama presentó compromisos moderados. Ofreció reducir las emisiones entre un 26% y 28% para 2025 respecto de los niveles de 2005. Las medidas que implementó ya fueron frenadas por Trump.
¿Cuál es la situación del mundo? En marzo, The New York Times afirmó que China consume la misma cantidad de carbón que el resto del mundo en conjunto. La quema de carbón, esencial para las industrias de energía, acero y cemento en el país, genera enormes cantidades de dióxido de carbono, el principal gas de efecto invernadero.
Lo cierto es que Estados Unidos y China, juntos, emiten el 40% de los gases de efecto invernadero que generan el aumento de la temperatura sobre la Tierra.
La discusión es que Trump no pretende disminuir el uso de carbono en la industria energética, porque eso implicaría debilitarse económicamente ante China, que está creciendo a grandes pasos -y emitiendo enormes cantidades de gases-. Sin embargo, los países en vías de desarrollo plantean que es tiempo de que Estados Unidos, el histórico contaminante del mundo, tome las riendas para cambiar su sistema a energías sustentables.
Lo que se discute de fondo es el sistema de producción y organización capitalista mundial. La obtención de energía casi de manera exclusiva y dependiente de los restos fósiles, la obtención de alimentos mediante violentos (para el ambiente) sistemas agrícolas y ganaderos y, por último, el uso de los residuos.
En el medio de todo eso, ¿cuán rápido se calienta el mundo y cuán rápido crecen los mares? El 10 de julio pasado un bloque de hielo de 5.800 kilómetros cuadrados se desprendió de la Antártida, que se reduce en tamaño cada vez más rápido. En 2013, China vivió una crisis de contaminación atmosférica por la cual limitó el uso del carbón en los tres mayores centros de población del país y planea plantar un cordón verde para limpiar el aire. Las tormentas son cada vez más fuertes y más frecuentes, lo mismo que las sequías, más intensas y más extensas. La mitad de la población mundial vive a 80 kilómetros de alguna costa. El informe más reciente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de Estados Unidos proyectó un aumento global del nivel del mar entre menos de 30 centímetros y casi un metro para 2100.
Mientras más se investiga, más apocalíptico parece todo. En las publicaciones prestigiosas del mundo como la New York Mag o The Atlantic, hay un debate sobre si el planeta está condenado a una distopía a lo Mad Max o hay posibilidades de remediar el impacto. En ambos casos se concluye que la gente no está alarmada lo suficiente en relación con el cambio climático.
Pero ¿existe una solución? No parece que hubiera una única manera y que, más bien, la forma de enfrentar esto sería sobre la base de tres ejes: mitigación de los gases de efecto invernadero, generar planes de adaptación para los cambios irreversibles -como mayores inundaciones o lluvias- y estimular la resiliencia de los ecosistemas -que logren resistir una modificación natural para volver a su estadio natural-.
La forma para llevar a cabo esas tres acciones está clarísima: mediante acuerdos internacionales de cooperación como, por ejemplo, el Acuerdo de París. Pero ¿qué pasa si el líder mundial, y segundo en emisión de efecto invernadero, se va y rompe su compromiso?
FUENTE: La Nación (Argentina), 17 / ene / 2018
No hay comentarios.:
Publicar un comentario