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jueves, 25 de enero de 2018

¿PUEDE LA FICCIÓN AYUDAR A COMBATIR EL CAMBIO CLIMÁTICO?




Hace cerca de 200 años, en una isla remota de Indonesia, el infierno se desató en la Tierra. Un gran estruendo anunció el avance de la oscuridad: a las 7 de la tarde del 10 de abril de 1815, una explosión sacudió a Sumbawa, en el archipiélago por entonces conocido como las Indias Orientales Neerlandesas. Por más de dos horas, el volcán Tambora vomitó a la atmósfera columnas de cenizas y rocas, días antes de volar por los aires y aniquilar toda la vegetación. Fue la erupción volcánica más grande conocida de los últimos mil años, la más devastadora: murieron 71.000 personas en la región que, desde aquella época no tan lejana, se conoce como la "Pompeya del Este". Hubo tsunamis, hubo hambre, enfermedades y migraciones forzosas. Hubo desolación.
Crédito: Pablo Feliz
Todo el mundo sintió la furia contenida del volcán durante meses. Las cenizas y millones de toneladas de dióxido de azufre arrojadas envolvieron el planeta como un velo, reflejando la luz solar de tal manera que la temperatura global disminuyó casi tres grados. El sol pareció apagarse y no faltó quien asegurara que estaba al borde de la extinción. En Europa, de mayo a septiembre de 1816 cayó una incesante lluvia y se sucedieron las heladas. El verano nunca llegó y las cosechas se arruinaron, provocando la peor hambruna del siglo XIX. Los precios de alimentos como la avena se dispararon, haciendo que fuera extremadamente caro tener caballos para moverse. Como respuesta, el inventor alemán Karl Drais se inspiró y desarrolló la Laufmaschine ("máquina para correr"), precursora de la bicicleta actual.
El "año sin verano" moldeó el espíritu de la época y en especial la literatura moderna. Las lluvias incesantes y los relámpagos estimularon el espíritu gótico y obligaron a cuatro amigos a guarecerse en una casona en Suiza donde abandonaron momentáneamente el mundo. Allí, el 17 de junio de 1816, mientras la fiebre independentista se esparcía por América con la misma fuerza de un virus, una muchacha baja, de aspecto frágil pero de imaginación tan ferviente como oscura llamada Mary Wollstonecraft Godwin engendró al monstruo de Frankenstein, en presencia de su marido, el poeta algo presuntuoso Percy Bysshe Shelley. Y, junto al gran genio de Lord Byron, el médico William Polidori creó el género del vampiro romántico que inspiraría años más tarde a Bram Stocker a escribir su famosa obra, Drácula.

Realismo puro

El clima y sus turbulencias cambiaron la literatura. Y ahora, con tibieza, cierto sector de la literatura busca no tanto cambiar el clima -tan alterado desde hace más de 150 años por los seres humanos- sino más bien encauzar la conversación global, impulsar la adaptación ante la crisis climática que ya se palpita y se pronostica que va a empeorar. "El cambio climático no solo afecta al clima. Implica cambios políticos, económicos, culturales. Ya está provocando desplazados, nuevos refugiados, revueltas", dice el escritor italiano Bruno Arpaia. Su novela, Algo, ahí fuera -recientemente presentada en el ciclo "Narrativas de lo real" de la Universidad Nacional de San Martín-, se sitúa alrededor del año 2070, cuando el planeta se ha calentado tanto que Estados Unidos y cierta parte de Europa han colapsado ante las sequías y la desertización. En medio de conflictos políticos, económicos y militares, masas de refugiados escapan, buscan llegar al nuevo paraíso: los países nórdicos, Siberia o Canadá, zonas beneficiadas por las alteraciones climáticas. "No se trata de una novela distópica ni apocalíptica -insiste-. Es una novela realista. Planteo escenarios que preven los científicos, aquello que va a pasar si no hacemos nada".
Cuando J. G. Ballard escribió El mundo sumergido (1962), las palabras "calentamiento global" no habían ingresado aún en el vocabulario público, sacudido más por términos como "lluvia ácida" y "guerra termonuclear". El encanto fúnebre de ciudades sumergidas y la sutil atmósfera de melancolía que envolvía los últimos vestigios de una civilización prácticamente perdida para siempre fascinaban al escritor inglés, que, a su modo, se adelantaba a lo que recién en 2004 el periodista Dan Bloom bautizaría como "cli-fi" o ficción climática; es decir, narraciones que toman prestada de las fábulas su intención didáctica de carácter ético y universal para explorar futuros imaginarios, advertir sobre los escenarios climáticos que nos esperan y amplificar el debate.
"La sucesión de gigantescos cataclismos geológicos que transformaron el clima de la Tierra se había iniciado sesenta o setenta años atrás", escribe Ballard en su novela. "La temperatura media subió unos pocos grados por año, en todo el mundo. Las zonas tropicales fueron pronto inhabitables y poblaciones enteras emigraron, escapando a temperaturas de 50 y 60 grados. [...] El calentamiento continuo de la atmósfera había empezado a fundir los casquetes polares. Decenas de millares de témpanos del círculo ártico, Groenlandia y el norte de Europa se derramaron en el mar".

Directo a la emoción

A diferencia del bombardeo diario y depresivo sobre los aumentos de temperatura, megatormentas, el derretimiento polar, desastres y demás tragedias ecológicas que por su efecto saturador -y perturbador- agitan nuestra indiferencia en lugar de llamarnos a la acción, las novelas de este subgénero apelan a la empatía y enmiendan lo que muchos psiquiatras ya saben: los hechos y la información por sí solos no cambian nuestras opiniones sobre un tema.
Somos seres más emocionales que racionales. Mediante su andamiaje dramático, las novelas de cli-fi son capaces de provocar una transformación: logran que el cambio climático -un problema considerado abstracto, ajeno, distante, inabarcable- se vuelva una amenaza urgente, cercana, de todos. "El objetivo es llegar a las personas con emociones -indica Bloom-. Atraer no solo a los activistas climáticos, sino también a algunos de los negadores".
En 2005, el escritor inglés Robert Macfarlane se preguntaba: "¿Dónde están las novelas, las obras de teatro, los poemas, las canciones, sobre nuestra ansiedad climática contemporánea?". Poco a poco, emerge una respuesta.
Ian McEwan se despachó con su sátira científica Solar. El caos social y la desesperación provocados por desastres ambientales se filtraron en la trilogía de novelas Oryx y CrakeEl año del diluvio y MaddAdam, de Margaret Atwood; también, en la ecoapocalíptica Far North, de Marcel Theroux; Back to the Garden, de la canadiense Clara Hume; Odds Against Tomorrow, de Nathaniel Rich, y en las increíbles novelas de Paolo Bacigalupi La chica mecánica y The Water Knife.
"La historia demuestra que las peores crisis pueden llevar a la unidad", dice el finlandés Antti Tuomainen, que en su novela El sanador escapa a los lugares comunes de la literatura catástrofe y sorprende con un thriller: la historia de un asesino que mata a los familiares de empresarios a quienes culpa por las lluvias constantes, las epidemias, la crisis de refugiados climáticos en Helsinki y en el mundo.
En los últimos cincuenta años, la imagen del futuro cambió con la misma frecuencia voluble de las modas. El futuro fue alguna vez inevitable, alegre, brillante, una incansable promesa, un valle de oportunidades, un ámbito de especulación, la línea de llegada de la marcha del progreso, un paisaje inagotable de posibilidades. También fue un fetiche, una obsesión, propiedad exclusiva de los oráculos y adivinos, así como un continente lúgubre con una lluvia cruzada de misiles listos para desatar una tercera gran guerra. Hoy, el miedo al mañana -instalado por el cambio climático, el terrorismo y los vaivenes y roces diplomáticos entre los lunáticos que gobiernan Estados Unidos y Corea del Norte- eclipsa la idea de futuro: aquel más allá tantas veces esperado se ha vuelto más tenue, menos sólido. Este progresivo oscurecimiento se palpa en el devenir histórico de la ciencia ficción, un gueto literario cuyo mayor truco es el de usar el futuro como espejo para hablar del presente.
Kim Stanley Robinson ha demostrado ser una de las voces más presentes y fuertes de este campo tantas veces menospreciado desde la torre de marfil de la alta literatura. Luego de cansarse de imaginar la expansión humana por nuestro pequeño sistema solar (por ejemplo, en su trilogía Marte rojoMarte verde y Marte azul), este escritor estadounidense volvió a soñar con la Tierra. En su ambiciosa y reciente New York 2140, situada en un futuro ni muy lejano ni muy cercano, el cambio climático se ha profundizado y millones de personas han muerto. Las aguas subieron unos 15 metros y buena parte de la Gran Manzana se ha vuelto una "SuperVenecia". El gran enemigo es el capitalismo salvaje, la codicia, la desigualdad. A diferencia de los titulares y noticias climáticas que alimentan nuestro nihilismo y nos atragantan con imágenes colmadas de desesperación, Robinson inyecta en su libro dosis necesarias de optimismo: pese a la catástrofe ecológica, los neoyorquinos logran adaptarse. La crisis climática sacude las vidas de miles, pero no implica el final de la civilización. "La vida es robusta -escribe el autor-. Es más fuerte que el dinero, que las armas y las malas políticas. Es más fuerte que el capitalismo. Con el cambio climático no se va acabar el mundo. Que el clima cambie significa que vamos a tener que vérnoslas con un montón de nuevos problemas, pero no que ha llegado el apocalipsis".

Vivir en la ficción

Desde que viajó a la Antártida en 1995 y se sorprendió con lo que vio, Robinson ha estado obsesionado con el cambio climático. En su trilogía Science in the Capital -escrita durante la presidencia de George W. Bush y también ubicada en el futuro cercano-, la catástrofe ecológica golpea a Washington: primero, el desborde del río Potomac, y luego días de congelación profunda desatan choques entre investigadores y burócratas de un sistema que niega la realidad y resiste el cambio de políticas. "Mi idea original fue escribir una novela realista como si fuera ciencia ficción -cuenta-. Este enfoque me pareció el más apropiado porque en estos días vivimos en una gran novela de ciencia ficción que estamos escribiendo todos juntos".
Como la biósfera, el sistema solar, un agujero negro o Internet, el filósofo británico Timothy Morton concibe al cambio climático como un hiperobjeto, es decir, un fenómeno tan grande en el tiempo y el espacio que no lo podemos aprehender ni entender en su totalidad. Solo vemos fragmentos borrosos. Únicamente a través de las humanidades -el arte, la música, la literatura-, dice, podremos palpar nuestra nueva realidad y así dejar exclusivamente de pensar en el cambio climático para empezar a sentir cómo se resquebraja a nuestro alrededor el planeta, cada vez menos parecido al mundo hospitalario que habíamos dado por sentado.
FUENTE:  La  Nación, Argentina , 21 /enero/ 2018

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