Cada vez son más los países en desarrollo que asumen la inoperancia e irresponsabilidad de las grandes potencias en la lucha contra el cambio climático. Cada año Naciones Unidas ofrece un recuento del abismo que media entre los recortes de emisiones de gases necesarios para contener el cambio climático (según la comunidad científica) y las reducciones “de pin y pon” a las que se mal-comprometen los países emisores. Hubo quien pensó hace un tiempo que, ante la falta de ambición en la agenda de mitigación, habría un compromiso internacional para financiar medidas de adaptación que atajasen los peores impactos del aumento de la temperatura global y así evitar males mayores en los países más vulnerables. Pero tampoco. Del total de fondos bilaterales vinculados a cambio climático, los países de la OCDE apenas destinan un 30% a prioridades de adaptación en países vulnerables.
Por el camino se nos han ido diluyendo los principios (el de precaución o el de quien-contamina-paga, entre otros), los discursos aterciopelados sobre responsabilidades históricas (compartidas pero diferenciadas) y aquella noble utopía de la solidaridad internacional. Los discursos ahora son otros, y raspan. Los responsables del flamante Fondo Verde para el Clima, que en su día nos hicieran soñar con la movilización de cien mil millones de dólares anuales para enfrentar el cambio climático, no tienen hoy empacho en contemplar el popular crowdfunding como mecanismo de financiación. Será que la gran inversión de futuro de nuestros Estados está mejor enfocada hacia otras direcciones, el rescate de sistemas financieros corruptos o el sustento de la industria de armamento o del petróleo, por ejemplo.
Literalmente con el agua al cuello y ante ese espíritu de “sálvese quien pueda” que empieza a rezumar en las negociaciones de cambio climático, los Pequeños Estados Isla y otros países especialmente vulnerables barajan ya otras opciones. Una de ellas, exigir medidas de compensación por los daños y pérdidas que provocan hoy (y que seguirán provocando en el futuro) las emisiones de grandes potencias como China, Estados Unidos, Europa o Rusia. De prosperar el recurso legal, una vez sorteado el problema de la atribución, la factura económica para los grandes emisores sería astronómica. Mientras, según datos del Banco Mundial, más del 70% del coste del impacto del cambio climático recae sobre los países más pobres. La factura anticipada en términos de desarrollo humano es dramática: pérdida de vidas, reducción de la disponibilidad de agua (de hasta el 80% en algunos países tropicales), pérdida de productividad agrícola resultado de inundaciones y degradación de suelos y -con ello- inseguridad alimentaria, desplazamientos y migración de refugiados climáticos, exacerbación de conflictos, etc.
El Panel Inter Gubernamental de expertos sobre Cambio Climático acaba de publicar su Quinto Informe de evaluación sobre el calentamiento global. Los datos científicos son inequívocos y quienes los discuten no lo hacen por rigor científico sino por interés político. Nuestro modelo de desarrollo nos encamina a escenarios de incremento de la temperatura más allá de los 4ºC, con impactos catastróficos para el desarrollo humano e impredecibles para la dinámica del ecosistema global. Resulta difícil sacar conclusiones distintas de la lectura.
El cambio climático es un problema que sabemos paliar (con medidas de mitigación) y cuyo impacto remanente se puede aminorar (con medidas de adaptación). El secreto es gestionar un cambio de modelo de desarrollo que resultará caro, sí, pero solo en términos monetarios y relativos. Se vuelve muy barato en comparación con el despilfarro de recursos económicos, ambientales y sociales en que se basa el modelo actual, con el que insisten en hipotecarnos quienes no calculan más allá de los puntos del índice bursátil o los años para la reelección. Revertir esta dinámica es justo, sensato y necesario. Dicen que abordar el problema del cambio climático no es hoy prioridad en la agenda. Tal vez, pero, prioridad ¿para quién?
FUENTE: El País, 10/ 10/ 2013
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